Última cuenta pública de Piñera: a la altura de las (bajas) expectativas
Con un Gobierno acabado, cualquier mensaje presidencial carece de sentido. El Presidente tiene un mínimo respaldo, La Moneda tiene incapacidad política para revertir el escenario en menos de 10 meses y la única gran novedad –la urgencia en el matrimonio igualitario– solo profundiza la desconfianza que le tiene a Piñera su propio sector.
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Rocío Montes
La última cuenta pública del Presidente Sebastián Piñera estuvo exactamente a la altura de las bajas expectativas.
Primero, porque no son horas de mensajes a la Nación. El 1 de junio ha caído apenas a dos semanas del mayor terremoto político de Chile en las últimas tres décadas, con un reordenamiento de piezas insospechado y con un escenario incierto por delante, por lo que cualquier discurso –por sorprendente que fuera– parecía condenado a la irrelevancia.
Segundo: el Gobierno terminó. No el 15 y 16 de mayo, con la elección de los 155 constituyentes, donde los independientes y la izquierda arrasaron con la derecha. Tampoco en el plebiscito de octubre del año pasado, donde ocho de cada 10 votantes decidieron reemplazar la Constitución actual. El Ejecutivo de Piñera terminó el 18 de octubre de 2019 y en los días posteriores, con acuerdos a contrarreloj. Todo lo que ha sucedido desde las revueltas, por lo tanto, está en el período de sobrevida.
En este contexto… ¿Era posible, realmente, esperar algo extraordinario que cambie el orden de las cosas?
Hubo dos elementos llamativos en el discurso.
1) El pedido de perdón por el retraso de la ayuda a los afectados por la pandemia. Algo parecido había dicho en diciembre el exministro de Hacienda, Ignacio Briones, cuando hizo el primer gran reconocimiento de que en los primeros meses de la crisis sanitaria el Gobierno pudo haber llegado antes.
2) El anuncio de darle urgencia en el Congreso al proyecto de ley sobre matrimonio igualitario. Con una iniciativa que apunta a su legado, sorprendió a su sector, a los activistas, a la oposición y la ciudadanía. Es un gesto a su oposición política que nunca tendrá de su parte, pero que inflige una estocada a parte de su bloque, que no tiene acuerdo sobre esta materia. A menos de dos meses de las primarias presidenciales, a cinco de la parlamentaria y de primera vuelta, en parte de Chile Vamos no creían lo que escuchaban ayer de la boca del mandatario.
Nada queda del proyecto con que Piñera llegó a La Moneda en marzo de 2018, con el 54% de la votación. El Presidente se instalaba por segunda vez en el Gobierno con un camino que prometía que la derecha no solo lideraría Chile cuatro años –como lo hizo entre 2010 y 2014–, sino que tendría proyección histórica, con una generación de recambio y con una hoja de ruta sólida de protección social, inspirada en el manifiesto conservador del inglés David Cameron. Es cierto, ocurrieron muchas cosas en el camino, como la deslealtad de su propio bloque. Pero el Gobierno, como bien lo sabe el propio Ejecutivo y su sector, no ha dejado de autoinfligirse heridas.
Para los diez meses que quedan, Piñera habló de cinco aspectos clave: enfrentar y superar la pandemia, seguir fortaleciendo la Red de Protección Social de las familias y el apoyo a las Pymes, promover la recuperación de los empleos y oportunidades y la reactivación de la economía, fortalecer el orden público y la seguridad ciudadana y, por último, asegurar un proceso constituyente y electoral democrático, participativo y seguro.
A estas alturas –con mucho realismo y mucha renuncia– habría que conformarse con el primer y último punto: manejar la pandemia (con índices de vacunación que tienen con la boca abierta al mundo) y asegurar las elecciones, uno de los asuntos en los que Chile sigue siendo un ejemplo, como lo demostró en las últimas elecciones múltiples.
Piñera arrancó su discurso con un reconocimiento a los gobiernos que lo antecedieron desde el retorno a la democracia en 1990, desde Patricio Aylwin a Michelle Bachelet. Se instaló, por lo tanto, en una línea de continuidad histórica de los últimos 30 años, criticados por la izquierda y poco defendidos por los mismos flagelantes que compusieron estas administraciones. En paralelo, al definirse como parte de esta continuidad, deja entrever que su gobierno tuvo que hacerse cargo del país con avances y carencias que le heredaron sus cuatro antecesores.
En su última cuenta pública, parece evidente la preocupación que ronda en La Moneda y en el propio Presidente por los derechos humanos en el marco de las revueltas sociales. A menos de diez meses de dejar el poder y con una oposición que lo ha llevado incluso al Tribunal Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad, Piñera se ocupó de dar señales contundentes en esta materia con una robusta agenda. Junto con reconocer los atropellos, anunció medidas como la creación de una Fiscalía Especializada en delitos contra los Derechos Humanos. En la misma dirección, presentó un proyecto de ley para garantizar el derecho a manifestaciones pacíficas, en reemplazo de un decreto que data de 1983.
En el plano económico, el Presidente en su última cuenta pública prometió impulsar un acuerdo para aumentar la recaudación fiscal, “a través de la reducción o eliminación de exenciones tributarias que no se justifican”. No hubo ningún gran anuncio en asuntos que difícilmente llegue a destrabar este gobierno, sin fuerza ni en La Moneda ni en el Parlamento, como la reforma de las pensiones. Tampoco hubo novedades sobre el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE).
En momentos cruciales para Chile, a semanas del inicio de la convención constituyente que redefinirá el país, Piñera no apostó por clavar las estacas que deberían guiar a su sector en las luchas que vienen por delante. Apenas deslizó algunos asuntos que, a su juicio, debe tener la nueva Constitución.
El de Piñera no fue un mensaje de futuro ni un repaso del pasado. Fue, apenas, un discurso triste de despedida.